Que sí, que podemos dedicarnos a nuestros juegos habituales de onanismo intelectual y hablar de una serie en todos los términos técnicos que deseemos: que si un gran guión, que si una interpretación excepcional, que si el diseño de producción… Pero no nos engañemos, lo que hay detrás de una gran serie de televisión -y de cualquier ficción que se precie de serlo- no es todo eso. Lo que nos hace amarla y verla semana tras semana, son los personajes. Y no porque nos parezcan admirablemente escritos e interpretados, no. Es porque nos enamoramos de ellos, porque, en el fondo -o no tan en el fondo- queremos ser como ellos, queremos ser ellos. Así funciona la ficción. En serio.
Y yo debo confesar estar enamorado perdidamente del protagonista absoluto de Mad Men, del más genial publicista que haya visto la historia, de ese galán de los años 60 deconstruido e imperfecto, fascinante a rabiar, silencioso e imperturbable: Don Draper.
Donald Draper es ante todo pura imagen. El hacedor de publicidad, el encargado de construir la iconografía de su época es, quizá justamente por eso, víctima y antonomasia de esa propia época. Si como sospecho desde la primera temporada, Mad Men no es otra cosa que la deconstrucción de una imagen publicitaria de los años cincuenta -hombre pulcro y amadelmanado, esposa ideal con aires de muñeca, hijos pluquamperfectos– que se revela poco a poco como un infierno sordo y desafectado, como una prisión de convenciones irrenunciables, es absolutamente coherente comprobar que su protagonista, la razón de ser de la serie, es también creado desde la imagen. Don Draper es un personaje de anuncio, mayúsculamente perfecto, viril hasta el hartazgo, representante definitivo de los valores de la época.
Y si Don Draper es imagen, su atributo más importante y esencial, casi diría que su alma, no se oculta en su interior sino en la superficie. Si Don Draper, como ya sabemos todos, es un superhombre retrocontemporáneo, su esencia como la de todo superhéroe, es su traje. No hay persona en el mundo -no puede existir persona en el mundo- a la que le quedé mejor un traje que a Don Draper.
Entiéndame, no hay nada que me quedé más lejos que el fetichismo por los trajes italianos -o no- cortados a medida. Creo haber llevado traje en un par de ocasiones, y todas fueron situaciones tristes e incómodas. Ni siquiera la apología constante de Barneydel traje y de sus virtudes había hecho mella en mi coraza. Hasta que llegó Don Draper. Desde entonces siento un profundo y poco confesable deseo de llevar traje. Bueno, no. En realidad, siento un profundo y poco confesable deseo de llevar traje y que me quede tan bien como a Don Draper. Yo, a mi edad, siempre más cercano a la tradición instaurada por esos protohippys marginales que ocasionalmente aparecen por los capítulos de Mad Men, traicionado por el magnetismo irracional de un tipo de Madison Avenue. El amor tiene sus propios caminos.
Me dirán que es comprensible, que es ése aura de época dorada, de cuadro de Hopper, que emana Mad Men. Me dirán también que cuando Don Draper se pone el sombrero, puede llegar a parecer uno de esos detectives de género negro que amo desde niño. Y sí, es cierto, todo es cierto. Pero hay mucho más.
Porque si bien su traje de superhombre es su primera característica esencial, es la segunda la que eleva a Donald Draper al altar de los personajes infinitamente envidiables. Don Draper no habla. Dice cosas o bien funcionales, o bien intrascendentes, claro, pero no dice nada sobre sí mismo. Draper es incapaz de utilizar los verbos sentir, creer, opinar o amar en primera persona del singular. Draper es una esfinge muda que disfruta de una copa mientras mira por el inmenso ventanal de su oficina.
Y de nuevo me traiciono, yo, que siempre había sido amante de los enormes personajes de Aaron Sorkin, de esos seres verbosos, ingeniosos y excesivos que andan nerviosos de un lugar a otro, con mil ideas brillantes, con una percepción excepcional del mundo que les rodea, con una magnífica manera de expresarla, ese mismo yo, se ve atraído por la inmensa apatía comunicativa de un icono retro. Indignante.
Y es que Don Draper no habla porque no tiene nada que decir. Porque no se conoce a sí mismo. Es un espécimen tan perfecto de la sociedad de su época que la sublima y la supera al tiempo. Es tan “self-made man” que no sólo ha llegado a la cumbre desde el más triste estrato social, sino que en el proceso, se ha rehecho a sí mismo: su nombre, su imagen, su propia identidad. Para llegar al éxito, Draper ha aplicado a su persona las técnicas que mejor conoce, el oficio que domina a la perfección: la publicidad. Don Draper es la máscara idónea, perfectamente adaptada al entorno social que le rodea. Es el personaje definitivo, lo que todo el mundo ansía, lo que todo el mundo quiere ser. El único problema de ese envoltorio publicitario es que se convierte en una idea tan potente que lo llena todo, que no deja espacio para nada más. Quizá el problema que plantea Mad Men, es saber cuál es el producto que ofrece la marca Don Draper, qué hay detrás de ese anuncio, de esa máscara. Y no parece un problema fácil de solucionar.
¿Cómo puede uno enamorarse de un personaje superficial, amoral, perdido y contradictorio? Es más, ¿cómo puede uno enamorarse de un personaje que si probablemente lo encontrara en la vida real lo juzgaría arrogante -muy arrogante-, frío, triste y emocionalmente incapaz? ¿Cómo puede uno enamorarse de un personaje que representa en la mayoría de ocasiones lo contrario de lo que uno es, o de lo que se quiere ser?
La respuesta es fácil. Por mucho que esté enamorado de Don Draper, no quiero irme a la cama con él, no quiero irme de copas con él, no quiero tomar un café con él, no quiero siquiera conocerle. Quiero ser él. Aunque sólo sea un ratito.